Ensayos Inseguros

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¿El Funeral?

Una piensa que algo no le dolió tanto, hasta que una noche, justo a punto de pegar el ojo, llega la tristeza como una pesa de tonelada y media a invadir. 

Se siente como si todos los océanos del mundo quisieran salirse de los párpados.  Llanto saladísimo, amargura en la saliva.

Así de intenso es el duelo. Cero lineal, intermitente de a madres.

Paradójicamente, también llegan recuerdos felices. Los más felices, adornados, rosados y truqueados que pudiesen existir.

(Sé que parte de la rabia inmunda que traigo, viene de la tristeza de saber que ya no te volveré a ver).

Pero al final, a toda ilusión (y también, a todo enojo fuerte) subyace una tristeza todavía más intensa…

Le recuerdo en cualquier vacación, siendo ese señor con playera mojada en la playa o en la alberca. Como si solo quisiera que no se le vieran el pecho ni la panza. Como si fuera mujer escondiendo al mismo tiempo tanto el atractivo como el complejo.

Recuerdo cómo se reflejaba el bloqueador en su piel de por sí blanca, y cómo se notaban cierta felicidad y orgullo en su cara al vernos ahí, simplemente echando hueva. Eso le era suficiente; en ese entonces, eso era lo que le hacía feliz.

Ya un poco más grande, recuerdo esas pequeñas complicidades que teníamos. Conversaciones en las que creíamos arreglar el mundo hablando de historia o de filosofía sin teorías ni autores. Saberes que salían de nuestras bocas como si antes de nosotros nadie se hubiera puesto a pensar en ello.

Recuerdo su humor bobo, las bromas oportunas. Sus críticas con humor, y cómo nos bautizada con un apodo temporal por haber malpronunciado una palabra, o por hablar en un acento algo distinto al nuestro después de haber convivido mucho con nuestros primos de provincia.

Recuerdo haber visto con él varias películas militares en donde las escenas de trauma eran musicalizadas con voces solemnes de mezquita. Recuerdo cómo eso nos hacía reír a montones.

Maratones de Star Wars, Band of Brothers, o Hermanos a la Obra. Fue él quien nos enseñó una canción completa con palmaditas en la espalda… (quizá debí suponer que él se terminaría yendo igual que la persona que le enseñó esa canción).

Por él me gustan los videos de piano de Woogie Boogie, y creo que por él me encantó siempre dibujar (para mi mala suerte, heredé una copia casi exacta de sus manos en las mías).

Sé que mi cerebro protege su imagen. Como a un muerto al que se le santifica. Es como un mártir pontificado a la luz y memoria de mi mente en duelo.

También confío en que, como en todo duelo, llegue algún día la fase de aceptación; que termine por acordarme de él y de todo muy de vez en cuando. No nostalgia, no alegría… simplemente nada.

Pesa y mucho hacerle duelo a alguien que está muerto. Pero qué terrible es tener que hacerlo con alguien que no lo está…

Al menos la muerte real es absoluta, irrevocable e inevitable. Pero en el duelo en vida, la separación no solo conlleva la tristeza de no volverse a ver, sino también la de saber que en algún momento, alguien decidió conscientemente que así debía de ser.

Se suponía que él no se iría. Él, de todos los hombres del mundo, era el permanente, el incondicional.

Ese que por contrato divino, por lazo de sangre, siempre tendría una brújula moral bien direccionada.

Se supone que como adulta este tipo de cosas ya no deberían de dolerle tanto a una. Ultimadamente, con tanta disfunción familiar y tanta tragedia horrible en el mundo, esto es parte del día a día.

Simplemente, es la vida sucediendo.

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